El hombre que me encontré en el 2º piso del Hospital de día Néstor Kirchner no difería en nada con aquel que conocí formando parte de las reuniones con la dirigencia del hándball provincial. Espontáneamente amable, reservado y de sonrisa difícil, Daniel López no permite dilucidar si el día que está teniendo le es favorable o no; si está feliz o furioso, sorprendido o incómodo con la situación. Su carácter es como una coraza que impide leer su personalidad a las primeras de cambio, como cuando los ojos necesitan adaptarse a los espacios sombríos luego de haberse sometido a la luz del día seco y caluroso.
“Sí, sí. Los lunes, miércoles y viernes podría”. Uno de los peores errores que pueden cometerse en el periodismo es confiarse en que el entrevistado no entiende el leit motiv de las entrevistas, más aún de aquellas que tienen por objetivo diseñar un perfil. Una semana después, un miércoles, debo reunirme con López… y él no puede. Aduciendo falta de tiempo –lo que no es una mentira- me explica por qué no puede “ayudarme” con el trabajo. Un solitario WhatsApp me deja en la triste situación del periodista huérfano: debía reunirme con López… pero él no quiso. De repente no tengo entrevistado, ni historia, y mucho menos palabras.
Tras el plantón, pude sacar la primera conclusión fuerte sobre Daniel: no es un ingenuo. Mi perorata sobre las razones de su elección no lo debe haber convencido. Estar en busca de un personaje ligado al mundo del deporte “con una historia detrás” es una cortina circense que esconde las vergüenzas del quehacer periodístico. Sí, Daniel López fue un gran jugador de hándball, y sin duda uno de los nombres más importantes en la constitución del balonmano en Tucumán. Pero le pasó algo, y está en silla de ruedas. Detectó que el periodismo, como los tiburones blancos, huele la sangre a 100 km a la redonda, y prefirió evitar sumergir su historia en las aguas donde habita ese depredador que caza con grabador y hoja en blanco.
Pero valió la pena atravesar por segunda vez los complicados pasajes de calle Mendoza, donde el shopping a cielo abierto se exhibía como una obra molesta que llevaba ya demasiado tiempo de ejecución. Habiendo dejado su mensaje estancado en las dos tildes azules, me aparecí nuevamente en el hospital, y procedí a sentarme afuera de su consultorio, donde cumple funciones como Auditor Odontológico. Mi segunda incursión me arroja una segunda certeza, ya no relacionada con mi pretendida crónica/perfil: el Néstor Kirchner no tiene “olor a hospital”. Ante su ausencia, una enfermera se ofreció a buscarlo, pero ella salió en una dirección, y Daniel apareció por otra. “Hola, pibe ¿cómo andás?”, lanzó con natural afabilidad. Intenté saber, mirándolo a los ojos, si mi visita (cuyo objetivo es obvio) le generaba irritación. Imposible. El rostro de López (con marcas de la mañana que le cambió la vida) me resultaba, por el momento, infranqueable.
Tras explicarle que no debe ajustar su agenda a mí sino que yo me adaptaré a su agenda, me ofrece nuevamente un contacto. Será en el Colegio Guillermina, donde López entrena a Ladricer.
Su estado en WhatsApp rezaba lo siguiente: “Siempre resistir. Siempre persistir. Nunca desistir”. Coherente. Tal vez me puso a prueba.
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Hasta nuestro encuentro en el Colegio Guillermina de Guzmán, tuve el prejuicioso convencimiento de que no había demasiadas cosas que a Daniel López le llenen de brillo los ojos o le generen espontáneas sonrisas. La entrevista sirvió para romper ese umbral del desconocimiento. Sí que las hay: el hándball es una de ellas.
Son las 18.20 de la tarde. Hace poco concluyó una jornada lectiva para alumnos primarios y aún se observan padres reunidos en la puerta de la escuela tomando del brazo a sus hijos. Ingresando al establecimiento por Bolívar, un enorme portón negro se extiende para que la vista choque de forma instantánea con una magnífica cancha de hándball, con su piso de parqué reluciente y los símbolos olímpicos adornando su trayectoria de arco a arco. Daniel está a un costado, casi pegado al primer tablón de la pequeña tribuna de aquel complejo, escudriñando con cierta fascinación el desarrollo del entrenamiento de las infantiles de Ladricer. “¿Son los juveniles?”, le pregunto sólo para darme cuenta que mi tentativa de romper el hielo me llevó a realizar una consulta un tanto estúpida, ya que una mera apreciación hubiera desembocado en reparar que, entre aquellos chicos, el más grande habrá tenido 13 años. “No, estos son los más piojos. ¿Viste la cancha? Está preciosa, ¿no? La mejor de Tucumán, sin dudas. Tiene medidas casi profesionales”. Después del elogio, López realiza un tour ocular por el campo, como capturando imágenes para una degustación interna. Efectivamente, la cancha es hermosa. Y, efectivamente, Daniel está sonriendo.
“Antes de empezar, quiero que sepás que podés sacarte toda duda que tengás. No tengo drama en responder sobre cualquier cosa”. Esas palabras de advertencia fueron un bálsamo. Mi principal preocupación era que Daniel pensase en mí como un barato instigador del titulaje; como un tipo cuyos principales planteamientos lo lleven de forma irremediable a referenciar los porqués del artefacto en el que está sentado. Le comento que mi intención es aprovechar el entorno en el cual nos encontramos; que el lugar sirva como disparador de un recuerdo efectivo. El Colegio Guillermina ha sido y es trascendental para él, no sólo por las relaciones afectivas que la mayoría puede cosechar mientras cursa el secundario, sino también porque, a través de sus actividades, lo llevó al reconocimiento de sus pasiones.
Cuando tenía 13 años, realizó la transición desde el colegio San Francisco hacia la institución de Bolívar y Sáenz Peña. Su hermana mayor asistía al Guillermina y eso facilitó el traspaso. Si se lo interpela al respecto, no diferencia su carácter por etapas: siempre fue un tipo tranquilo. Pero cuando fue un adolescente quejumbroso de la materia Inglés, el establecimiento educativo le reveló algo que desencadenaría sus pulsaciones agitadas; no de momento, sino para siempre. Daniel no tenía ninguna referencia sobre el handball, pero algo en su desarrollo lo cautivó. Jugó su primer intercolegial ese mismo año y a pesar de que no conocía con exactitud las reglas, esa primera incursión en la competencia le bastó para enamorarse. Desde ahí en más siempre lo buscó; siempre lo necesitó.
Representó al Guillermina en los torneos intercolegiales incluso hasta que llegó al último año. Pero el romance con el deporte no podía finalizar cuando el secundario acabase, y junto a un grupo de amigos que compartía la misma afinidad, fue parte de aquellos equipos que organizaron los primeros torneos fuera de la órbita colegial. Competían en Central Norte y utilizaban el nombre del colegio. La Liga se instituyó oficialmente en 2006, y ahí también estuvo Daniel, siempre en el mismo bando. Primero como Guillermina; luego como Caja Guillermina; después, Caja Ladricer y ahora, Ladricer. Pero siempre López, siempre el jugador que se calificó como “potente, habilidoso y temperamental”, ése que hacía reír a su hermano Maximiliano cuando se enaltecía diciendo que era “el Riquelme del equipo”.
Maximiliano, rebasando su condición de hermano y compañero de equipo de Daniel, fue prácticamente su acompañante en el trayecto de la vida. Compartieron colegio y formaban (forman) parte del mismo grupo de amigos. Se recibieron juntos como odontólogos. Y una vez que el título estuvo en la pared se lanzaron en equipo hacia la práctica profesional, trabajando en el mismo consultorio. Algunas de esas complicidades Daniel las tuvo que abandonar cuando ocurrió el accidente que modificó su vida. También debió dejar en el cajón de los recuerdos aquella excelsa sensación de mover el arco de 2x3 con un fulminante sobrehombro.
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Kogovsek (izquierda) visitante ilustre |
A pesar de todo lo malo que estaba viviendo, habría sido impagable poder contemplar la mutación del rostro de Daniel cuando lo vio ingresar a la habitación. La historia del jugador de handball que estaba peleando por su vida había llegado a conocimiento de casi toda la comunidad del balonmano nacional. Y una prueba firme de ello es que, mientras López se encontraba dando los primeros pasos de su rehabilitación en Buenos Aires, por la puerta entró Andrés Kogovsek, un ícono de la Selección Argentina. Fue a visitarlo con la intención de invitarlo a presenciar los partidos de Gimnasia de Villa Ballester. Le regaló una camiseta y, junto a Fernando Capurro, hizo las veces de nexo para que Daniel conozca a Los Gladiadores, en una experiencia que le sirvió de puntal para superar lo que estaba atravesando. “Para mí ver el handball era una cosa de locos. Pedía permiso en la terapia para viajar a lugares lejanos a ver un partido. No me importaba que me digan que estaba loco”. Kogovsek le dejó una frase que hasta el día de hoy le resulta imposible recordar sin que a sus ojos acudan algunas lágrimas: “¡Huevo, carajo, huevo! No sólo en la cancha, hay que tener huevo en la vida. Y vos ahora tenés que tener más huevos que nunca…”
“¿Por qué no lo marcaste?”. Es noviembre de 2015, y Augusto Mercado salió de improviso en el partido que Ladricer Rojo le está ganando a Club de Amigos en una Facultad de Educación Física que se estremece con el sol del mediodía. El juvenil, alto y pesado, ha marcado tres goles, pero está cometiendo descuidos en la defensa. Mercado enarboló una respuesta. La explicó detalladamente. Daniel López lo escuchaba atento. Cuando la perorata del jugador terminó, el técnico, con total tranquilidad, insistió: “Perfecto. Pero entonces explicame, ¿por qué no lo marcaste?”. Como jugador o entrenador, Daniel López: obcecado y meticuloso. Pero por sobre todo, enamoradísimo del handball.
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Entrenando a Ladricer, Daniel pudo permanecer en su lugar predilecto: la cancha de handball. |
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“Usted no tiene que estar preocupado por si vuelve o no a caminar. Usted tiene que estar preocupado por si el chico logra salvarse”. Esas palabras de advertencia, por parte de un médico neurólogo que se encontraba en la zona de urgencias, viajaron como agujas y sin escalas al corazón de Daniel López (padre). Era el 22 de julio de 2013 y su hijo, Carlos Daniel, había arribado desde Santiago del Estero a la Clínica Mayo tras atravesar el episodio que modificaría su vida para siempre. En un breve rapto de consciencia por parte de “Danielito”, él lo había escuchado manifestar que no sentía las piernas. Esa declaración constituiría su máxima preocupación hasta que la cruel y necesaria opinión profesional de aquel neurólogo le ilustró el verdadero estado de las cosas: “Sus probabilidades de sobrevivir son de un 20%”.
Durante dos días, el miedo a lo peor sobrevoló los pasillos de la institución de 9 de Julio 279. Los médicos coincidían en que Daniel se encontraba en un “cuadro crítico” producto de una serie de lesiones graves, entre las que se encontraba un traumatismo de la columna cervical de tipo C6-C7. Esa clase de traumatismos medulares reporta un riesgo de mortalidad que oscila entre 7-15%. Las personas encargadas de examinarlo le informaron a su familia que aquellos golpes comprometían principalmente la respiración del paciente, por lo que la congoja creció. Familiares, amigos y conocidos levantaron sentidas plegarias durante esos días de vigilia y, quiérase creer o no, la respuesta llegó: al tercer día de internación, Daniel estaba consciente y fuera de peligro.
Mientras recibía el cariño de sus padres y era informado a grandes rasgos sobre las versiones que circulaban sobre el accidente, Daniel tenía una inquietud irrefrenable. Notó su cuerpo dañado y no pudo evitar establecer una aciaga relación. Preguntó por Constanza, y se mantuvo incrédulo ante las reiteradas respuestas que recibía indicándole que ella se encontraba bien. “No te creo”, le replicó varias veces a su papá. “Si está bien, hacela pasar. Hacela que pase a la habitación”. Cuando vio el rostro casi intacto de su prometida, sintió una profunda sensación de paz. Pero en esos primeros momentos aún no existía una asimilación total de lo que había ocurrido y sus implicancias.
A un costado de la cancha de handball del Colegio Guillermina, Daniel me confesaría: “Yo no caía en lo que me estaba pasando. Durante un tiempo creí que si realizaba un año o dos de rehabilitación podría volver a caminar y regresar a lo que fue mi vida antes del accidente. Si alguien me decía en ese entonces que jamás iba a volver a caminar, seguro le contestaba que no, que ni en pedo. Recién en FLENI tomé real dimensión sobre mi estado”.
En el Centro de Rehabilitación de la Fundación para la Lucha contra las Enfermedades Neurológicas Infantiles (FLENI), Daniel se daría cuenta, al charlar con otros pacientes que sufrieron lesiones medulares, que aquellos partidos de handball en los que intimidaba a defensores y arqueros con su 1.90 de altura y su lanzamiento potente, quizá se habían terminado, sedimentándose en la memoria como bellos recuerdos; también su labor como odontólogo en el consultorio que compartía con su hermano Maximiliano se veía afectada. “De a poco te vas dando cuenta. Le preguntabas a uno hace cuánto tiempo estaba en el Centro y te contestaba 10 años. Su lesión no era muy diferente a la mía. Con eso basta”. Pero su paso por rehabilitación le otorgó más aprendizajes. Junto a sus compañeros de la Sección Medular, disfrutó buenos momentos. Según sus propias palabras, eran un grupo de personas “que la estaba pasando mal pero que la pasaban muy bien juntos” entre bromas, chistes negros y actividades recreativas. El humor suele ser un método sagaz y efectivo para contrarrestar cualquier cosa. En FLENI aprendió sobre el día a día de una persona en silla de ruedas, el cómo de muchas cuestiones concernientes a lo que de ahí en más debería adaptarse. Daniel regresó tras cinco meses a Tucumán porque sintió, una vez absorbida la experiencia y comprendida su situación, que su recuperación estaba completa. Había una vida por delante, y tenía la certeza de que quería comenzar a desandar ese nuevo camino junto a los que amaba.
Mientras recibía el relato de Daniel sobre esa etapa, fue inevitable abordar el tópico que subyacía en todas aquellas andanzas: la esperanza. “Uno nunca pierde las esperanzas. Sería ilógico hacerlo. Si te digo que ya no tengo ninguna expectativa de volver a caminar, te estaría mintiendo. Pero creo mucho en la ciencia, y sé lo difícil que es. Ojalá que, algún día, sea la misma ciencia la que dé un paso muy grande en cuanto a este tema. Pero uno se cansa de ilusionarse”.
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El handball le ha dado y le da a la vida de Daniel López grandes momentos de regocijo, pero ninguno se asemeja al hecho de haberle otorgado la posibilidad de conocerla a ella. Siendo estudiantes de nivel secundario en el Colegio Guillermina, el deporte los citó en una cancha, iniciando así lo que después se consolidó como una cita permanente con la vida.
Daniel vio a Constanza Arnedo (27) con una pelota de handball y debió sentir que ningún cuadro de Monet podía superar el paisaje que ante sus ojos se elevaba, esplendoroso. Siendo dos años mayor, junto a otros chicos se encargaban de entrenar al equipo femenino cuando un intercolegial se aproximaba. “Siempre la gasto diciéndole que desde un primer momento gusté de ella”, recuerda López con una sonrisa amplia. Pero aun así, la relación no se concretó sino hasta que Daniel egresó del secundario y se encontraba cursando el primer año de la carrera de odontología en la Universidad Nacional de Tucumán, mientras que Constanza atravesaba su penúltimo año en el Guillermina.
La relación creció, afianzándose con el paso del tiempo, y fue Córdoba el escenario en donde Daniel decidió proponerle matrimonio tras ocho años de noviazgo. Fue justamente dos días antes del accidente en Santiago del Estero. Habían pasado un gran fin de semana juntos, y nada parecía indicar que en el regreso, emprendido desde las 6, con un correcto descanso por detrás, se encontrarían con la tragedia.
Eran las 10.30, y el velocímetro quedó en 105 Km/h. Las versiones de los periódicos de Santiago del Estero afirmaban que el vehículo se alejó a 50 metros del trazado de cemento tras volcar en el impacto contra la banquina. “Fue uno de los días más fríos del año, y venía con la calefacción encendida. Creo que eso pudo condicionar que me duerma. Aunque según Constanza no pudo haber ocurrido eso porque poco tiempo antes hicimos una parada y me vio bien. Ella habla de una descompostura. Pero la verdad es que no tengo claro qué ocurrió”, rememoró Daniel. Lo que sí acude a su mente cuando se remonta al siniestro suceso es el ruido de los vidrios al destruirse, el espacio que se comprimía, y luego el vacío.
Daniel fue asistido por un bombero y un enfermero. Cuando lo sacaron del automóvil, sorprendió la cantidad de sangre en su rostro, producto de los cortes. Fue tanta que afirma que pudo haberse ahogado en ella. Todos los detalles producidos luego del impacto se los proveyó Constanza, que le soltó el cinturón de seguridad y escapó por el baúl para pedir ayuda. Llamativa y afortunadamente, la destrucción más notoria ocurrió de su lado, pero ella salió casi intacta.
Luego vino el raid por las distintas instalaciones médicas. Y Constanza siempre estuvo ahí, siendo el pilar que sostenía la moral de Daniel, quien, en su proceso de recuperación, no estuvo exento de frustraciones y arrestos de furia. “Me enojaba con todos. Conmigo mismo. Llegué a estar muy ofendido con Dios”.
En el viaje hacia la aceptación, y en el desarrollo de su reinserción en la sociedad, destaca la vital importancia de su familia, compuesta por sus padres Daniel López (56) y Fátima Beatriz Ovejero (53); sus hermanos Noelia (32), Maximiliano (26) y Nicolás (15) y sus suegros Daniel Arnedo y Myriam Lucas. Pero siempre marcando que todo habría sido imposible sin Constanza: “Si ella no estaba a mi lado todo el tiempo, quizá no estaría aquí contándote todo esto”.
Cuando ella se mudó a Buenos Aires para acompañarlo, él le repetía constantemente que tenía que irse, a lo que Constanza siempre contestó con un reto. Al tiempo en que Daniel me contó esto, ya estaban casados. Me confesó que sus palabras habían surgido desde la impotencia. De la bronca. Pensó que tras el accidente, ella no podría ser feliz a su lado. Ahora comprendía que todo era una reflexión estúpida, condicionada por el momento. “Mi casamiento con ella fue el mejor día de todos. Tengo la suerte de estar casado con el amor de mi vida. Con el tiempo, fui mejorando, aceptando y comprendiendo mi situación. A fin de cuentas, es sólo una silla de ruedas, que la podés ver vos o el que quiera verla, pero no pasa de ahí. Mi vida sigue, y estoy cada día más feliz con las cosas que tengo”.
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Daniel y Constanza se casaron el 30 de octubre de 2015 |
Curioso: Daniel López cumple años el 31 de diciembre. Una de las frases que más se puede leer en ese día es aquella que reza “Año Nuevo. Vida Nueva”. Daniel, sin dudas, y después de todo lo que pasó, sabe de novedades. Sabe de nacimientos. Sabe de renovación. Y sabe de resurgimientos.
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